xoves, 30 de maio de 2019

En el albor de la mañana

No recuerdo el nombre de aquél hombre que cruzó esa lejana y fría mañana.
Una mañana de abril, cuando el sol apenas había iluminando, con sus brazos dorados, los más recónditos callejones donde aún duermen los borrachos.
El cielo sostenía una gran manta roja sanguinolenta aquella madrugada.

Abrí la pequeña tienda que había heredado de mis antepasados.
Siempre te invadía el mismo aroma, un perfume familiar, fragancia a alcoholes pasados.
Advertí pues, unos tacones en la lontananza. Quizás algún desventurado cliente se atrevía a cruzar el camino hacia mi humilde tienda.
No, por desgracia. Vi a un hombre, ataviado con un traje oscuro, de tez casi negra, la el pelo rizado y tostado del sol, iba celosamente peinado hacia atrás, y a sus espaldas cargaba con una guitarra, del mismo color que su ropa reverenda.

Fijó su caminar hacia mi botica, la botica de un viejo y humillado desventurado.
Entró, fijó su inquisitoria mirada en mis ojos gastados por el tiempo imperturbable.
Sonrió, y sin mediar palabra, se sentó en un pequeño taburete que en un rincón habitaba, sacó su instrumento de seis cuerdas y ejecutó acordes insaciables.
Mostró su grave voz, venida de las mismas entrañas tan oscuras como su figura, recitó ciertos versos de una canción que encendió mi corazón tatuado.

Supe entonces que se trataba del mismísimo demonio.
Esa manera de moverse por el mástil, esa forma de armonizar los dedos, que eran tan largos que podía tocar sin mayor problema, como si formasen un peculiar matrimonio.
Cada verso que escuchaba, me arrastraba más al infierno, por supuesto, había venido a por lo pactado.
Veinte años más del goce de una vida tranquila y una salud envidiable por la mísera alma de un boticario embriagado.
Desprendía un fuego más ardiente e hipnotizante con cada nota y acorde.
Ya no cantaba, se limitaba a reír a grandes carcajadas, dejando entrever su dentura amarilleada y afilada.
Cuando me hallaba preparado para afrontar la deuda, se detuvo en seco, eliminó la propia actitud inmisericorde, y simplemente se levantó, cargó a sus espaldas la guitarra, me miró una última vez y desapareció con el albor de la mañana.

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