No
recuerdo el nombre de aquél hombre que cruzó esa lejana y fría
mañana.
Una
mañana de abril, cuando el sol apenas había iluminando, con sus
brazos dorados, los más recónditos callejones donde aún duermen
los borrachos.
El
cielo sostenía una gran manta roja sanguinolenta aquella madrugada.
Abrí
la pequeña tienda que había heredado de mis antepasados.
Siempre
te invadía el mismo aroma, un perfume familiar, fragancia a
alcoholes pasados.
Advertí
pues, unos tacones en la lontananza. Quizás algún desventurado
cliente se atrevía a cruzar el camino hacia mi humilde tienda.
No,
por desgracia. Vi a un hombre, ataviado con un traje oscuro, de tez
casi negra, la el pelo rizado y tostado del sol, iba celosamente
peinado hacia atrás, y a sus espaldas cargaba con una guitarra, del
mismo color que su ropa reverenda.
Fijó
su caminar hacia mi botica, la botica de un viejo y humillado
desventurado.
Entró,
fijó su inquisitoria mirada en mis ojos gastados por el tiempo
imperturbable.
Sonrió,
y sin mediar palabra, se sentó en un pequeño taburete que en un
rincón habitaba, sacó su instrumento de seis cuerdas y ejecutó
acordes insaciables.
Mostró
su grave voz, venida de las mismas entrañas tan oscuras como su
figura, recitó ciertos versos de una canción que encendió mi
corazón tatuado.
Supe
entonces que se trataba del mismísimo demonio.
Esa
manera de moverse por el mástil, esa forma de armonizar los dedos,
que eran tan largos que podía tocar sin mayor problema, como si
formasen un peculiar matrimonio.
Cada
verso que escuchaba, me arrastraba más al infierno, por supuesto,
había venido a por lo pactado.
Veinte
años más del goce de una vida tranquila y una salud envidiable por
la mísera alma de un boticario embriagado.
Desprendía
un fuego más ardiente e hipnotizante con cada nota y acorde.
Ya
no cantaba, se limitaba a reír a grandes carcajadas, dejando
entrever su dentura amarilleada y afilada.
Cuando
me hallaba preparado para afrontar la deuda, se detuvo en seco,
eliminó la propia actitud inmisericorde, y simplemente se levantó,
cargó a sus espaldas la guitarra, me miró una última vez y
desapareció con el albor de la mañana.
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