1.
El Corta Cabelleras.
En un antiguo callejón, debajo
de un imponente arco, por el que parece que el tiempo no ha efectuado su
acostumbrada mella, se erige un pequeño local. Enfrente, una
cafetería familiar, donde los clientes del corta cabelleras, esperan
su turno, desayunando y charlando con la joven camarera, que, con un
marcado carácter, sirve cafés con decisión, escrutando con sus
ojos, tu alma y tus entrañas. Al lado derecho del hogar del corta
cabelleras, está un antiguo edificio, que ahora sirve de biblioteca
pública, donde se respira un ambiente de nerviosismo y sudor,
generado por los estudiantes angustiados por los exámenes que les
acechan como un lobo hambriento en el bosque.
Son las 9 de la mañana. El Corta
Cabelleras, apurando el cigarro y acompañado de su fiel compañera
canina, llamada Clyde, abre el negocio. Prepara sus instrumentos y
herramientas de trabajo, y lo más importante para él, la música.
Su música resuena por todo el callejón, como aislada del mundanal
ruido de los coches y la gente. Ese callejón parece ser igual desde
hace 70 largos años. Mientras los clientes van llegando, aún con
la garganta caliente por el café hervido, Clyde, con porte elegante
e intimidatoria, permanece en la puerta, vigilando. Discerniendo quién es cliente y quién no.
El primer afortunado, se sienta en
la vieja silla de barbero que reina en el habitáculo. Mediando poca
palabra, se dispone a realizar su tarea. Afilando con maña la
navaja, empieza, no a cortar, si no, a esculpir la caballera. Cada
poco, enciende otro cigarro, tose, y vuelve a fumar.
Es un hombre enigmático.
Cuando suelo ir, hablamos un poco, de como van las cosas por la ciudad.
Cuando suelo ir, hablamos un poco, de como van las cosas por la ciudad.
-Todo bien, supongo.- acabamos por
sentenciar los dos casi a la vez.
Tampoco es demasiado serio, su
sentido del humor es muy irónico y directo. Con su voz, malgastada
por los años de fumador, se ríe y casi seguidamente, tose.
Pese a los años, sigue manteniendo
sus ganas por cortar cabelleras. Recuerdo una de las primeras veces
que fui, he de reconocer con miedo, pues, siempre he tenido algo de
desconfianza hacia lo desconocido, recordó que llevaba trabajando
desde el 77. Sin duda, parece que sigue igual desde aquellos pasados
años. Y eso es lo que me hace volver.
Sin embargo, y a día de hoy, sigo
sin saber como es su vida fuera del trabajo, y lo conozco desde hace
varios años, quizás esa es la magia que permite vivir a una especie
de relación entre amistad y cliente.
Quizá es un músico fascinante,
siempre me pareció que portaba un aura de instrumentalista de jazz,
tocando en una pequeña banda en silenciosos bares, que pierden cada
sábado noche, su virginidad.
Quizá es alguien que solamente
disfruta del jazz sin más intención que esa, y lo vive cada día,
lo necesita como el aire.
Quizá, lo hermoso sea que me
mantengo en la ignorancia. Puede ser todo, todo lo bueno y todo lo
malo a la vez, como los buenos habitantes de esta ciudad con mar.
Acaba el cigarro.
Cierra la navaja.
-Puedes ponerte las gafas y ver que
te parece…
A tientas encuentro las lentes, en
el pequeño sobresaliente del espejo que tengo delante de la silla.
Me miro sabiendo, casi, que habrá
hecho un grato trabajo, como de costumbre.
Le pago, una miseria comparado con
la extensa competencia. Y la propina para un café.
Salgo, azotado por el viento, echo
un vistazo a mis espaldas, y lo veo recibiendo a otro cliente, pero
antes, cambia de canción.
El tiempo vuelve a su fluir cuando
salgo de ese callejón.
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