domingo, 12 de maio de 2019

Compostela, Compostela

En el corazón de Galicia, erigida sobre las cenizas del Hijo de Zebedeo, la sacra ciudad de Compostela nos saluda con sus altas torres, mojadas por una lluvia de siglos. Siempre nos fascina visitar Santiago: sus rúas empedradas que pisaron antaño los bordones de tantos peregrinos, las gotas deslizándose lentamente sobre las venerables fachadas de granito, la sonrisa del profeta Daniel en el Pórtico de la Gloria...


Vista de la catedral desde la Alameda, quizá la estampa más emblemática de Galicia.

Según la tradición jacobea de la Translatio, los restos del Apóstol Santiago, después de ser decapitado por orden de Herodes Agripa en Tierra Santa, fueron transportados por sus discípulos en una barca de piedra. Tras surcar el Mediterráneo, pasar el Estrecho de Gibraltar y finalmente remontar la Ría de Arousa, los discípulos llegaron a Galicia, el fin del mundo conocido por aquel entonces, y sepultaron al Apóstol en el lugar del Campo de las Estrellas. Allí, custodiado por los árboles del legendario Bosque Libredón, el sepulcro del Apóstol pasó desapercibido durante siglos, hasta que fue descubierto por un ermitaño llamado Paio. La noticia del Descubrimiento del sepulcro del Hijo del Trueno corrió como la pólvora. Así, llegaron a la sagrada ciudad de Compostela peregrinos venidos de todos los rincones de la Europa cristiana, convirtiéndose Santiago en el tercer centro de peregrinación del Cristianismo, junto con Jerusalén y Roma.


Estatua de Alfonso II "El Casto", el primer peregrino que visitó la tumba del Apóstol.

Con una fundación así, Santiago tenía que ser una ciudad fascinante. Empezamos nuestro recorrido en la Alameda, cuyos bancos llevan siendo durante generaciones el lugar cómplice de secretos amoríos y besos estudiantiles. En uno de los bancos, don Ramón María del Valle-Inclán, "el gran don Ramón de las barbas de chivo", como le llamó Rubén Darío, contempla con sus ojos enigmáticos las torres de la catedral.


Estatua de don Ramón María del Valle-Inclán en la Alameda de Santiago.

Nos adentramos en el corazón de la ciudad. En el blasón del Pazo de Bendaña, actualmente sede de la Fundación Eugenio Granell, el titán Atlas sostiene con resignación infinita la bola del mundo. Subimos por el Preguntoiro para llegar a la Plaza de Cervantes. En ella, el Príncipe de las Letras, con la golilla mojada por la lluvia compostelana, mira con sus pupilas de piedra las nubes que pasan. Luego desembocamos en la Plaza de Mazarelos. Allí se conserva todavía el Arco de Mazarelos, una de las siete puertas de la muralla medieval de Santiago. Por él entraban los peregrinos del Camino Portugués y también las carretas cargadas con los mejores vinos de las comarcas vecinas, destinados a llenar las copas de los arzobispos compostelanos.


El Arco de Mazarelos, al lado de la Facultad de Filosofía de Santiago.

Bajamos luego las escaleras de la Plaza de la Quintana, donde vio Federico García Lorca bailar la luna de sus poemas gallegos. En la Plaza de las Platerías, los caballos de la fuente dejan caer cascadas argentinas de sus bocas húmedas. Tocan las melancólicas campanas de la Torre del Reloj, popularmente conocida como Berenguela, que nos avisa de la rápida fuga de las Horas. Al mismo tiempo, las campanadas de los templos compostelanos tocan un réquiem de bronce por la muerte del día, un lamento cuyos ecos resuenan por las rúas de la ciudad basilical.


La Fuente de los Caballos en la Plaza de las Platerías.

Pasamos ya debajo del arco del Palacio de Gelmírez, bajo cuyas bóvedas toca siempre la gaita su melancólica muiñeira. Llegamos por fin a la Plaza del Obradoiro. Ya la sangre del crepúsculo se derrama sobre las torres catedralicias y los últimos rayos de la jornada, como pájaros de fuego, se posan en la fachada del Hostal de los Reyes Católicos, antiguo Hospital Real de Santiago. Es hora de regresar, pero no sin antes visitar el Colegio de San Xerome, donde nació la primera Universidad de Galicia. En el claustro podemos ver la inscripción latina "Gallaecia fulget": ese precisamente debería ser el lema de todos los universitarios gallegos, trabajar para que Galicia brille.


El claustro de Fonseca, sede de la Universidad de Santiago de Compostela.

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