venres, 31 de maio de 2019

Pontemaceira

No concello coruñés de Negreira, moi preto da cidade de Santiago de Compostela, atopámonos coa xentil aldea de Pontemaceira, no Camiño de Santiago cara Fisterra. Arrolado polas augas escuras do Tambre, río de lendas e melancólicas dinastías, o Pazo de Baladrón saúdanos coas súas afiadas ameas e coas súas paredes cubertas polas hedras.


Vista do Pazo de Balandrón de Pontemaceira. 

Por aquí pasaban os peregrinos que, despois de chegar a Compostela, seguían camiñando cos seus bordóns ata Fisterra, onde se cría que remataban as terras occidentais e comezaban os dominios neboentos do "Marem Tenebrosum", poboados de brétemas e de monstros mariños. A Ponte Vella de Pontemaceira data do tempo dos romanos, mais foi reconstruida nos tempos esplendorosos do Camiño de Santiago para que puidesen os peregrinos continuar a súa viaxe cara o fin do mundo.


Camiñando pola Ponte Vella. 

A tradición di que por esta Ponte pasaron os discípulos de Santiago cos restos do Fillo de Zebedeo. Perseguidos polos habitantes pagáns da Gallaecia mandados pola raíña Lupa, os discípulos cruzaron a ponte. Dinos a lenda que esta se derrubou xusto despois de que pasaran os discípulos cristiáns, impedindo que foran alcanzados polos seus perseguidores. Esta milagre permitiulles chegar ao Campo das Estrelas, onde sepultaron o seu mestre. Alí, custodiado polas árbores do lendario Bosque Libredón, o sepulcro do Apóstolo Santiago pasou desapercibido durante séculos, ata que foi descuberto polo ermitán Paio. Así foi como naceu Compostela.


A Ponte Vella de Pontemaceira. 

Cruzamois pois a Ponte Vella. Os nosos zapatos arrincan un eco de séculos ao pisar as lousas da ponte, gastadas polo tránsito constante de peregrinos e carros do país. Adentrámonos nas rúas da pequena aldea. Nelas xogan os nenos, libres aínda de toda preocupación. Algunhas das casas de Pontemaceira locen escudos heráldicos, con fermosas sereas esculpidas, que nos lembran a lenda dos Mariño. Vemos tamén un cruceiro de pedra, que nos recorda como hai dous milenios Cristo derramou por nós o seu sangue nos cumios do monte Calvario.


Un cruceiro de pedra na aldea de Pontemaceira. 

Hora de volver. Os raios do solpor xa se pousan nas ás das bolboretas, que voan nas ribeiras do Tambre. Cruzamos outra vez a Ponte Vella. Detrás deixamos os muíños de Pontemaceira, hoxe apeados, mais que no pasado foron centro de reunión de de festa dos seus veciños. Nós marchamos, pero Pontemaceira queda. Recomendámosvos que lle fagades unha visita a esta fermosa aldea do Camiño de Santiago, pola que pasaban e pasan os peregrinos camiño do mar do fin do mundo.


Vista do río Tambre desde o interior dun dos muíños de Pontemaceira. 

xoves, 30 de maio de 2019

En el albor de la mañana

No recuerdo el nombre de aquél hombre que cruzó esa lejana y fría mañana.
Una mañana de abril, cuando el sol apenas había iluminando, con sus brazos dorados, los más recónditos callejones donde aún duermen los borrachos.
El cielo sostenía una gran manta roja sanguinolenta aquella madrugada.

Abrí la pequeña tienda que había heredado de mis antepasados.
Siempre te invadía el mismo aroma, un perfume familiar, fragancia a alcoholes pasados.
Advertí pues, unos tacones en la lontananza. Quizás algún desventurado cliente se atrevía a cruzar el camino hacia mi humilde tienda.
No, por desgracia. Vi a un hombre, ataviado con un traje oscuro, de tez casi negra, la el pelo rizado y tostado del sol, iba celosamente peinado hacia atrás, y a sus espaldas cargaba con una guitarra, del mismo color que su ropa reverenda.

Fijó su caminar hacia mi botica, la botica de un viejo y humillado desventurado.
Entró, fijó su inquisitoria mirada en mis ojos gastados por el tiempo imperturbable.
Sonrió, y sin mediar palabra, se sentó en un pequeño taburete que en un rincón habitaba, sacó su instrumento de seis cuerdas y ejecutó acordes insaciables.
Mostró su grave voz, venida de las mismas entrañas tan oscuras como su figura, recitó ciertos versos de una canción que encendió mi corazón tatuado.

Supe entonces que se trataba del mismísimo demonio.
Esa manera de moverse por el mástil, esa forma de armonizar los dedos, que eran tan largos que podía tocar sin mayor problema, como si formasen un peculiar matrimonio.
Cada verso que escuchaba, me arrastraba más al infierno, por supuesto, había venido a por lo pactado.
Veinte años más del goce de una vida tranquila y una salud envidiable por la mísera alma de un boticario embriagado.
Desprendía un fuego más ardiente e hipnotizante con cada nota y acorde.
Ya no cantaba, se limitaba a reír a grandes carcajadas, dejando entrever su dentura amarilleada y afilada.
Cuando me hallaba preparado para afrontar la deuda, se detuvo en seco, eliminó la propia actitud inmisericorde, y simplemente se levantó, cargó a sus espaldas la guitarra, me miró una última vez y desapareció con el albor de la mañana.

domingo, 26 de maio de 2019

"Bayona La Real"

Bañada por las olas del Atlántico, que dicen sus eternos suspiros y lamentos de salitre, la Real Villa de Baiona, coronada por las almenas y torreones de la Fortaleza de Monterreal, nos recibe con la sonrisa de las Islas Cíes, posadas en el lecho trémulo del mar, que coronan como tres esmeraldas la frente de la reina de las rías de Galicia.


Un sencillo crucero de piedra nos recibe con los brazos abiertos.

Nada más llegar, nos dirigimos a la Fortaleza de Monterreal, testigo de tantos asedios y batallas. Pasamos debajo de sus arcos de piedra que lucen esculpidas en sus escudos las armas de la melancólica dinastía de Habsburgo. Este puerto de Baiona fue decisivo para defender los dominios de los poderosos reyes de la casa de los Austrias. Por algo Felipe II, "el Rey Prudente", dijo "Bayona, llave de mis reinos". Porque las murallas de Monterreal tuvieron que repeler innumerables invasiones a lo largo de los siglos, desde las naves romanas de Julio César hasta las huestes del caudillo musulmán Almanzor. En época más reciente, sus cañones también frenaron los ataques de los ingleses y portugueses.


Entramos en Monterreal tras pasar bajo sus arcos de piedra con los blasones de los Austrias.

Recorremos las viejas murallas, acariciadas por la brisa del mar y salpicadas por las olas. Un olor a pólvora, recuerdo de pasados combates y batallas, parece surgir de las piedras militares. Posadas en las almenas, las gaviotas cantan dulces barcarolas aprendidas en la soledad de las islas ignotas. Seguimos nuestro recorrido bajo la sombra de los árboles, entre viejos cañones oxidados y torreones defensivos. A lo lejos, la presencia de las Islas Cíes, envueltas en un cendal de brumas, reconforta nuestro corazón.


Unos de los muchos cañones que defendían antaño la Fortaleza de Monterreal.

Después de recorrer las murallas de la fortaleza, nos acercamos al puerto. En él, mecidos por las olas, cabecean los mástiles de la réplica de la carabela "La Pinta", una de las tres naves que descubrió las Indias en 1492. Este barco, capitaneado por Martín Alonso Pinzón, llegó a Baiona en 1493, que se convertía así en el primer lugar del viejo continente que supo del Descubrimiento del Nuevo Mundo. Todos los años se conmemora este histórico suceso con la popular "Festa da Arribada de Baiona".


Réplica de la carabela de Martín Alonso Pinzón "La Pinta".

Por último, después de visitar el interior de la carabela, nos adentramos en el casco viejo de la villa, un laberinto de rúas estrechas y casas blasonadas. En las posadas y restaurantes, repletos de turistas, se degustan los manjares de la ría. Rumor de conversaciones alegres y carcajadas festivas llena las calles de piedra. Nosotros nos vamos. Las nubes, teñidas ya por la sangre del crepúsculo, navegan como blancas carabelas rumbo de bahías ignotas y ciudades sumergidas. Atrás queda, presidida por las almenas y torres de la Fortaleza de Monterreal, la Real Villa de Baiona, la primera población de Europa que supo la buena noticia del Descubrimiento de América.


"Encontro entre dous mundos", monumento al Descubrimiento de América en Baiona.

xoves, 23 de maio de 2019

Fomares o la muerte del ego.

Recorrió el largo camino hacia su casa, topándose con su hermana , no la saludó, estaba harto.
Ella llevaba años degollando a todas las mascotas que él había tenido. Esa noche hacía demasiado frío como para afrontar otra muerte. La muerte del ego, era lo que no podía soportar, no aguantaba ni un sólo minuto más en ese sitio.
Estaba lloviendo fuera pero también estaba lloviendo dentro de alguna manera.
Después de muchas horas perdidas, supo que no podía quedarse, porque no encajaba allí.
Pensó en los maestros latinos y griegos, consolándose , pero nada le ayudó.
Intentó escapar de su propia destrucción.
El conjuro que pesaba sobre él no desaparecería por sí sólo.
Cruzó la calle y sintió como desaparecía al doblar la esquina.
Dejar de ser era, ahora, su única ambición. No lo sabía pero nunca había tenido demasiadas.
Siempre hubo gente que se encargaba de que las desgracias no terminasen de comerse su lengua.
Consciente de ello, sus pies le llevaron a sitio del que alguna vez vino.

-Strangelove / Mishkin 

martes, 21 de maio de 2019

Paredes soñadas

Desde o 31 de marzo ao 3 de septembro de 2017, a sede de Afundación dos Cantóns coruñeses acolleu a exposición "Paredes soñadas", dedicada ao gran Urbano Lugrís, pintor do mar de Galicia. A pesar de que xa pasaron máis de dous anos quería compartilo con vós, pois os monstros mariños e máis as sereas aladas do pincel de Lugrís seguen aínda gravadas na miña retina. Os cadros do artista, como tesouros emerxidos das profundidades mariñas, falábannos de lendarias cidades asolagadas e de melancólicas bahías ignotas.


Cadro de Lugrís en que se pode ver a Torre de Hércules nunha noite de luar.

Tras atravesar as portas da exposición, un tiña a sensación de viaxar ao corazón do Océano. Os cadros de Lugrís, perfumados de salitres mariñeiros, ofrecíannos un mundo máxico, un mundo secreto debaixo das ondas: As lágrimas de prata baixando polas meixelas de don Quixote, as agrestes soidades do Mosteiro de Caaveiro, unha catedral erixida nas profundidades mariñas con ecos de Debussy, as Illas Cíes como tres esmeraldas que coroasen a fronte trémula da ría, mascaróns de proa con sorrintes sereas esculpidas na madeira, ágoras de mármore e templos gregos mergullados, os eternos suspiros das ondas do Atlántico rompendo nos cantís invernais, caracolas olvidadas en praias desertas, sereas pousadas en nubes de cotón, navíos que deixan longos ronseis de soños... Todas estas historias contaban os lenzos de Lugrís, asinados coa súa peculiar áncora.


Un dos fermosos cadros que se podían ver na exposición "Paredes Soñadas".

Non deixemos ao señor Lugrís naufragar nas aguas do esquecemento. Recuperemos os seus cadros, como cofres que nos agardan nunha furna repletos de segredos e lendas mariñas. Subamos a bordo do seu xenial pincel, icemos ben alto o velame dos nosos ensoños, levemos as nosas áncoras e zarpemos en longas travesías, rumbo de portos ignotos. Ao temón vai don Urbano Lugrís, almirante dos soños e das rosas dos ventos, señor dos pazos e das veigas escumosas do mar, capitán eterno dos nosos soños de salitre. Medre o mar!


Mural de Lugrís pintado nun edificio da cidade da Coruña.

domingo, 19 de maio de 2019

[Información]


En el Monasterio de Caaveiro

Arropado por los árboles de las Fragas del Eume, los bosques atlánticos mejor conservados de Europa, el Real Monasterio de San Juan de Caaveiro resiste con solemnidad el inexorable paso de los siglos. En el ancestral silencio del bosque gallego, roto solo de vez en cuando por los cantos de los pájaros y la canción de las gotas de lluvia sobre las ramas, esta joya del románico custodia bajo sus bóvedas más de mil años de historia.


El Real Monasterio de San Juan de Caaveiro.

Este monasterio medieval fue fundado en el año 932 como refugio para los muchos ermitaños de la zona. Pronto ganó poder gracias a las donativos de San Rosendo, llegando a convertirse en una de las abadías más poderosas de la comarca, libre del control de la Diócesis de Santiago. Por Caaveiro pasaron personajes históricos como San Rosendo, cuyas reliquias se conservan en la catedral de Santiago, y que escogió la soledad del monasterio para retirarse del mundanal ruido. Cuenta la leyenda que San Rosendo se levantó una mañana y, viendo las nubes grises preñadas de lluvia que se cernían sobre las torres del Monasterio, se quejó pesaroso. Luego se dio cuenta de su pecado, pues el tiempo era también voluntad de Dios y, como penitencia, arrojó su anillo episcopal al río Eume. Años más tarde, mientras el cocinero del monasterio trataba de abrir un salmón pescado en el río para saciar el apetito de los monjes, descubrió dentro de los intestinos del pez el anillo de San Rosendo. Cuando se lo comunicó al obispo, este dio gracias a Dios por haber perdonado su pecado.


 Caminamos hacia Caaveiro por las riberas del río Eume.

Para llegar al Monasterio, que se levanta a 60 metros de altura sobre las aguas del Sesín y del Eume, tenemos que subir un tramo de seis kilómetros de cuesta pronunciada. Caminamos al lado del río, bajo cuyas aguas cristalinas nadan las truchas y los salmones que servían antaño de sustento para los monjes del cenobio. Los cantos de las aves, posados en las ramas de los robles y castaños de las Fragas, nos hacen más amena la subida. También escuchamos la canción del río, que pasa lamiendo las raíces de los árboles camino de las olas y las islas del mar libre.


Uno de los puentes colgantes que salvan las aguas cristalinas del Eume.

Después de respirar el aura mágica del Monasterio de Caaveiro, cercado siempre por un cendal de nieblas, emprendemos el camino de regreso. Ya danzan las estrellas sobre las agrestes soledades de las Fragas y los primeros murciélagos empiezan a tejer los hilos oscuros de la noche. Atrás quedan las piedras milenarias del Monasterio de Caaveiro, iluminadas por los pálidos rayos de la luna, que guardan en el silencio de las Fragas del Eume secretos y leyendas de pasadas edades.


Cuadro de Lugrís que muestra la soledad del Monasterio de Caaveiro sobre las Fragas del Eume.

sábado, 18 de maio de 2019

Coruñeses [1º parte]


1.

El Corta Cabelleras.


En un antiguo callejón, debajo de un imponente arco, por el que parece que el tiempo no ha efectuado su acostumbrada mella, se erige un pequeño local. Enfrente, una cafetería familiar, donde los clientes del corta cabelleras, esperan su turno, desayunando y charlando con la joven camarera, que, con un marcado carácter, sirve cafés con decisión, escrutando con sus ojos, tu alma y tus entrañas. Al lado derecho del hogar del corta cabelleras, está un antiguo edificio, que ahora sirve de biblioteca pública, donde se respira un ambiente de nerviosismo y sudor, generado por los estudiantes angustiados por los exámenes que les acechan como un lobo hambriento en el bosque.

Son las 9 de la mañana. El Corta Cabelleras, apurando el cigarro y acompañado de su fiel compañera canina, llamada Clyde, abre el negocio. Prepara sus instrumentos y herramientas de trabajo, y lo más importante para él, la música. Su música resuena por todo el callejón, como aislada del mundanal ruido de los coches y la gente. Ese callejón parece ser igual desde hace 70 largos años. Mientras los clientes van llegando, aún con la garganta caliente por el café hervido, Clyde, con porte elegante e intimidatoria, permanece en la puerta, vigilando. Discerniendo quién es cliente y quién no.
El primer afortunado, se sienta en la vieja silla de barbero que reina en el habitáculo. Mediando poca palabra, se dispone a realizar su tarea. Afilando con maña la navaja, empieza, no a cortar, si no, a esculpir la caballera. Cada poco, enciende otro cigarro, tose, y vuelve a fumar.
Es un hombre enigmático.
Cuando suelo ir, hablamos un poco, de como van las cosas por la ciudad.
-Todo bien, supongo.- acabamos por sentenciar los dos casi a la vez.
Tampoco es demasiado serio, su sentido del humor es muy irónico y directo. Con su voz, malgastada por los años de fumador, se ríe y casi seguidamente, tose.
Pese a los años, sigue manteniendo sus ganas por cortar cabelleras. Recuerdo una de las primeras veces que fui, he de reconocer con miedo, pues, siempre he tenido algo de desconfianza hacia lo desconocido, recordó que llevaba trabajando desde el 77. Sin duda, parece que sigue igual desde aquellos pasados años. Y eso es lo que me hace volver.
Sin embargo, y a día de hoy, sigo sin saber como es su vida fuera del trabajo, y lo conozco desde hace varios años, quizás esa es la magia que permite vivir a una especie de relación entre amistad y cliente.
Quizá es un músico fascinante, siempre me pareció que portaba un aura de instrumentalista de jazz, tocando en una pequeña banda en silenciosos bares, que pierden cada sábado noche, su virginidad.
Quizá es alguien que solamente disfruta del jazz sin más intención que esa, y lo vive cada día, lo necesita como el aire.
Quizá, lo hermoso sea que me mantengo en la ignorancia. Puede ser todo, todo lo bueno y todo lo malo a la vez, como los buenos habitantes de esta ciudad con mar.

Acaba el cigarro.
Cierra la navaja.
-Puedes ponerte las gafas y ver que te parece…
A tientas encuentro las lentes, en el pequeño sobresaliente del espejo que tengo delante de la silla.
Me miro sabiendo, casi, que habrá hecho un grato trabajo, como de costumbre.
Le pago, una miseria comparado con la extensa competencia. Y la propina para un café.
Salgo, azotado por el viento, echo un vistazo a mis espaldas, y lo veo recibiendo a otro cliente, pero antes, cambia de canción.
El tiempo vuelve a su fluir cuando salgo de ese callejón.

venres, 17 de maio de 2019

Día das Letras Galegas 2019

Estamos a 17 de maio de 2019, Día das Letras Galegas. Desde 1963, cen anos despois da publicación dos "Cantares Gallegos" de Rosalía, celebramos os autores que mantiveron o galego vivo coa súa obra. Esta vez homenaxeamos a Antón Fraguas. Fraguas traballou por Galicia toda a súa vida como xeógrafo, historiador, antropólogo, etnógrafo... Mais é recordado sobre todo por ter sido fundador do Museo do Pobo Galego, institución que conserva con devoción os vestixios do noso pasado.


Escaleira de caracol do Museo do Pobo Galego.

Por iso dirixímonos a Santiago de Compostela para visitar o Convento de Santo Domingo de Bonaval, sede do Museo do Pobo Galego. Os obxectos conservados no museo fálannos da historia do noso pobo: podemos ver as réplicas das dornas en que navegaban os mariñeiros antano polas nosas rías, as zafras e martelos dos ferreiros das nosas aldeas, as fouces e que colleron as mans encallecidas dos nosos antepasados... Por suposto tamén están presentes os elementos festivos: as gaitas que tocaban as vellas alboradas e muiñeiras, as cantigas entoadas polos nosos ancestros, as máscaras dos peliqueiros e cigarróns que brincan polas corredoiras ourensáns...


Traxes tradicionais do Entroido expostos no Museo do Pobo Galego.

Despois de ter percorrido todas as salas do museo, de ter descuberto mellor os segredos da nosa historia, dirixímonos a igrexa do Convento de Santo Domingo de Bonaval, onde descansan as cinzas sagradas dos máis ilustres galegos. Baixamos as características escaleiras de caracol e chegamos ao claustro, onde resoan os cantos dos paxaros e se pousan os derradeiros raios do crepúsculo.


Claustro do Convento de Santo Domingo de Bonaval.

Cun respecto relixioso, entramos na capela. Alí, detras do frío mármore, descansan as cinzas dos fillos máis egrexios de Galicia: Castelao, Francisco Asorey, Ramón Cabanillas, Alfredo Brañas, Domingo Fontán... E Rosalía, por suposto. Se non fora por ela non habería Día das Letras Galegas. Diante do seu sepulcro, coa cabeza reclinada, dámoslle grazas a quen máis fixo por Galicia, á nosa musa de tristes suspiros e negras sombras. E dámoslle grazas tamén a Antón Fraguas e a todos os que, como dixo Cunqueiro, fixeron e fan que Galicia dure mil primaveras máis.


Sepulcro de Rosalía de Castro no Panteón de Galegos Ilustres.

domingo, 12 de maio de 2019

Compostela, Compostela

En el corazón de Galicia, erigida sobre las cenizas del Hijo de Zebedeo, la sacra ciudad de Compostela nos saluda con sus altas torres, mojadas por una lluvia de siglos. Siempre nos fascina visitar Santiago: sus rúas empedradas que pisaron antaño los bordones de tantos peregrinos, las gotas deslizándose lentamente sobre las venerables fachadas de granito, la sonrisa del profeta Daniel en el Pórtico de la Gloria...


Vista de la catedral desde la Alameda, quizá la estampa más emblemática de Galicia.

Según la tradición jacobea de la Translatio, los restos del Apóstol Santiago, después de ser decapitado por orden de Herodes Agripa en Tierra Santa, fueron transportados por sus discípulos en una barca de piedra. Tras surcar el Mediterráneo, pasar el Estrecho de Gibraltar y finalmente remontar la Ría de Arousa, los discípulos llegaron a Galicia, el fin del mundo conocido por aquel entonces, y sepultaron al Apóstol en el lugar del Campo de las Estrellas. Allí, custodiado por los árboles del legendario Bosque Libredón, el sepulcro del Apóstol pasó desapercibido durante siglos, hasta que fue descubierto por un ermitaño llamado Paio. La noticia del Descubrimiento del sepulcro del Hijo del Trueno corrió como la pólvora. Así, llegaron a la sagrada ciudad de Compostela peregrinos venidos de todos los rincones de la Europa cristiana, convirtiéndose Santiago en el tercer centro de peregrinación del Cristianismo, junto con Jerusalén y Roma.


Estatua de Alfonso II "El Casto", el primer peregrino que visitó la tumba del Apóstol.

Con una fundación así, Santiago tenía que ser una ciudad fascinante. Empezamos nuestro recorrido en la Alameda, cuyos bancos llevan siendo durante generaciones el lugar cómplice de secretos amoríos y besos estudiantiles. En uno de los bancos, don Ramón María del Valle-Inclán, "el gran don Ramón de las barbas de chivo", como le llamó Rubén Darío, contempla con sus ojos enigmáticos las torres de la catedral.


Estatua de don Ramón María del Valle-Inclán en la Alameda de Santiago.

Nos adentramos en el corazón de la ciudad. En el blasón del Pazo de Bendaña, actualmente sede de la Fundación Eugenio Granell, el titán Atlas sostiene con resignación infinita la bola del mundo. Subimos por el Preguntoiro para llegar a la Plaza de Cervantes. En ella, el Príncipe de las Letras, con la golilla mojada por la lluvia compostelana, mira con sus pupilas de piedra las nubes que pasan. Luego desembocamos en la Plaza de Mazarelos. Allí se conserva todavía el Arco de Mazarelos, una de las siete puertas de la muralla medieval de Santiago. Por él entraban los peregrinos del Camino Portugués y también las carretas cargadas con los mejores vinos de las comarcas vecinas, destinados a llenar las copas de los arzobispos compostelanos.


El Arco de Mazarelos, al lado de la Facultad de Filosofía de Santiago.

Bajamos luego las escaleras de la Plaza de la Quintana, donde vio Federico García Lorca bailar la luna de sus poemas gallegos. En la Plaza de las Platerías, los caballos de la fuente dejan caer cascadas argentinas de sus bocas húmedas. Tocan las melancólicas campanas de la Torre del Reloj, popularmente conocida como Berenguela, que nos avisa de la rápida fuga de las Horas. Al mismo tiempo, las campanadas de los templos compostelanos tocan un réquiem de bronce por la muerte del día, un lamento cuyos ecos resuenan por las rúas de la ciudad basilical.


La Fuente de los Caballos en la Plaza de las Platerías.

Pasamos ya debajo del arco del Palacio de Gelmírez, bajo cuyas bóvedas toca siempre la gaita su melancólica muiñeira. Llegamos por fin a la Plaza del Obradoiro. Ya la sangre del crepúsculo se derrama sobre las torres catedralicias y los últimos rayos de la jornada, como pájaros de fuego, se posan en la fachada del Hostal de los Reyes Católicos, antiguo Hospital Real de Santiago. Es hora de regresar, pero no sin antes visitar el Colegio de San Xerome, donde nació la primera Universidad de Galicia. En el claustro podemos ver la inscripción latina "Gallaecia fulget": ese precisamente debería ser el lema de todos los universitarios gallegos, trabajar para que Galicia brille.


El claustro de Fonseca, sede de la Universidad de Santiago de Compostela.

venres, 10 de maio de 2019

Gato a rayas


Ya empezaba el invierno, y los gatos comenzaban a salir de sus agujeros subterráneos. Esos gatos a rayas que tanto me gustaban… Rayas púrpuras… Amarillas… Y verdes.
La gente estallaba compulsivamente a comprar, borbotando espumarajos por la boca, mientras corrían, cargando con grandes bolsas lanzando gritos.
También, cada navidad, los niños esperaban con ilusión que empezasen las clases, y no salían de casa. En caso de salir, lloraban y protestaban. De ahí que las calles fueran tan serias, no había parques ni nada del estilo. Sólo aceras frías, grises y muertas. Los edificios tenían una fachada muy grave y monótona, pero, eran rosas. Y como los gatos… A rayas.
En esta época había muchos atracos, obviamente, para financiar las compras navideñas.
Llegaba a haber mucha cola para asaltar la entidad bancaria.
Yo nunca quise, era demasiada burocracia.
Siempre había señoras octogenarias esperando su turno. Hasta te daban un ticket o un justificante para el trabajo.
El deporte de mi querida patria era un evento muy importante y mayormente seguido, era pues, ver por televisión a algún infame ciudadano renovando el pasaporte, esas aduanas tan llenas de motivación… Esos bolis mordidos y gastados del funcionario de turno… Ese olor a sudor agrio… ¡Y aquella cara de alegría al acabar!
Se seguía con mucho interés, en los bares gritaban con grandes jarras de agua tibia, porque era invierno. Era aventurarse a tomarla fría. ¡Pero incluso a veces, había algún incauto que la tomaba con hielo! Que desfachatez…
Adoraba ver la vestimenta de la gente en esa época. Las esvásticas estaban de moda, y todo el mundo las llevaba en casi todas las prendas. Ignorando el significado… Todo está bien.
Había gente que llevaba grandes túnicas con gatos estampados, era normal. A los políticos de aquel momento poco les importaba.
Que por cierto, nuestro gobierno era generoso. Siempre salía en la televisión diciendo verdades. Y en el caso de no gustarte, tenías la oportunidad de enviar un SMS para adelantar su ejecución. Casi siempre morían. Y lo mejor, al día siguiente era festivo y todo abría.
Echo mucho de menos el invierno….
En verano no hay gatos que suban boca abajo.


xoves, 9 de maio de 2019

Los galeones de Rande

Hace ya más de tres siglos que los legendarios galeones de Rande, hundidos en la Batalla naval de 1702, yacen en las profundidades de la Ría de Vigo. Todos los vestigios de la llamada "Flota de la Plata" (mástiles rotos, cañones oxidados, cofres herrumbrosos repletos de monedas...) duermen ya por los siglos de los siglos en el mar de Galicia, eterno sepulcro de salitre, amortajados por las algas y las arenas de la bahía de San Simón.


Vista del Puente de Rande, escenario de la Batalla naval de 1702.

Nacía el siglo XVIII y las potencias europeas se batían por los derechos al trono de España. Alemania, Holanda, Austria y Portugal apoyaron la causa del archiduque don Carlos de Austria mientras que España, con el único apoyo de la Francia de Luis XIV, tomó partido por Felipe de Anjou, futuro Felipe V. Es en este contexto de la Guerra de Sucesión Española cuando los galeones de la "Flota de la Plata", escoltados por una escuadra de navíos franceses, llegaron a las tranquilas aguas de Rande. En sus bodegas transportaban el mayor cargamento jamás traído del Nuevo Mundo desde la llegada del almirante Colón en 1492. Los galeones habían partido del puerto mejicano de Veracruz, haciendo escala en La Habana, y se dirigían a Cádiz o Sevilla, los dos únicos puertos autorizados por la corona para comerciar con las Indias, pero debido a los reiterados ataques de  los barcos ingleses a las costas andaluzas, la flota capitaneada por el almirante Manuel Velasco y Tejada decidió remontar las Islas Cíes y refugiarse en la Ría de Vigo. 


Mapa de Europa que muestra los monarcas implicados en la Guerra de Sucesión Española.

Las riquezas de la flota fueron descargadas y transportadas en carretas hacia Lugo, de ahí a la ciudad castellana de Segovia y finalmente a Sevilla. Hoy sabemos por documentos históricos que buena parte de los tesoros traídos por la Flota de la Plata consiguieron llegar a la capital hispalense para sufragar las campañas bélicas españolas en la Guerra de Sucesión. Sin embargo, es posible que no todas las riquezas hubiesen sido desembarcadas cuando el 23 de octubre, un mes después de la llegada de los galeones a Rande, arribaban los navíos anglo-neerlandeses a la bahía de San Simón. La bandera de las Provincias Unidas y la Cruz de San Jorge flameaban bajo las nubes grises, presagio de la tempestad. Entonaron las gargantas metálicas de los cañones el himno bélico de la pólvora, cantaron los aceros de las espadas y las aguas de la ría se tiñeron de sangre. Al ocaso del día, cuando ya brillaban las primeras estrellas sobre la Isla de San Simón, de la Flota de la Plata solo quedaban maderas humeantes, mástiles rotos y banderas en llamas. 


Gravado moderno de la Batalla de Rande.

La derrota de los españoles y sus aliados franceses fue total: sufrieron más de 2000 bajas, además de la pérdida de todas sus naves. Por su parte, los anglo-neerlandeses perdieron menos de mil hombres y consiguieron hundir o capturar todos los barcos hispano-franceses. Uno de estos barcos capturados fue el Santo Cristo de Maracaibo, cuyas bodegas iban cargadas con el botín obtenido por los vencedores camino de Londres. Sin embargo, el navío naufragó antes incluso de salir la ensenada de Rande. Siglos más tarde, innumerables aventureros y cazatesoros venidos de todos los países del mundo se sumergieron con sus escafandras en busca de los legendarios tesoros del Santo Cristo de Maracaibo. El mismísimo Julio Verne ambientó aquí el octavo capítulo de la segunda parte de "Veinte mil leguas de viaje submarino, titulado precisamente "La bahía de Vigo", en el que los tripulantes del Nautilus recogen los cofres hundidos para financiar las travesías del capitán Nemo.


Las primeras escafandras se probaron en la Ría de Vigo para buscar los tesoros sumergidos.

En la actualidad, existe un centro de interpretación de la Batalla de Rande. Es el Museo Meirande, perteneciente al ayuntamiento pontevedrés de Redondela, ubicado muy cerca del Puente de Rande. En él se exponen objetos relacionados con el combate naval de 1702, como maquetas de barcos, uniformes militares o réplicas de cañones. Además, también se pueden ver documentales y paneles en que se explica el contexto histórico en el cual tuvo lugar la batalla. Os recomendamos que lo visitéis algún día. Así podréis conocer mejor la mayor batalla naval de la historia de Galicia. Hace ya más de tres siglos que los galeones de Rande yacen en las profundidades de la Ría de Vigo, pero la leyenda de sus tesoros hundidos sigue todavía muy viva.


Réplicas de cañones expuestas en el Museo Meirande de Redondela.

mércores, 8 de maio de 2019

En el "Versalles" de Galicia

Cerca de la sagrada ciudad del Apóstol, dominando los bosques y praderas que riegan las aguas oscuras del río Ulla, el Pazo de Oca yergue todavía las viejas almenas de su torre señorial, que recuerdan con nostalgia la grandeza de los tiempos pretéritos. Construida sobre una antigua fortaleza medieval, la construcción actual data de los siglos XVII-XVIII. Destacan sobre todo sus jardines, donde se rodaron importantes películas, desde la adaptación cinematográfica de las "Sonatas" de Valle-Inclán hasta "La piel que habito" de Pedro Almodóvar. Por todo ello, el Pazo de Oca es una de las construcciones palaciegas más emblemáticas de Galicia.


La torre señorial del Pazo de Oca, con sus almenas y su blasón.

Un crucero de piedra, labrado por el cincel de los antiguos canteros pontevedreses, nos da la bienvenida. Los blasones, que recuerdan con melancolía los tiempos pasados y dan fe de la nobleza de los señores del Pazo, lucen esculpidos en sus cuarteles grifos y cabezas de lobos heráldicos, dragones y leones rampantes, flores extrañas y yelmos de caballeros olvidados. 


Uno de los muchos escudos herádicos que demuestran la nobleza de la casa señorial.

Por fin llegamos a los jardines del llamado "Generalife del Norte" o también "Versalles gallego" (¡Ya le habría gustado a Luis XIV, el "Rey Sol", pisar con sus botines de charol las largas avenidas vegetales del Pazo de Oca!). En ellos florecen algunas de las camelias más longevas de toda Europa, mecidas suavemente por la manos de la brisa. Nos perdemos por los íntimos senderos, mojados por las gotas del rocío matinal. Caminamos escuchando la voz de las fuentes de piedra, que musitan eternamente su vieja canción de plata.


Una de las muchas fuentes de piedra que "susurran" en los jardines de Oca.

Después de muchas vueltas por el laberinto de caminos cercados de camelias, salimos al estanque. Sobre sus aguas tranquilas flotan los nenúfares y navegan con elegancia los cisnes de gracia neoclásica. También se deslizan por la superficie del pequeño lago los pétalos caídos de las camelias, que parecen blancos navíos a la deriva. Quizá las ninfas ya no se ven perseguidas por los faunos en los bosques de Grecia porque prefieren vivir en el secreto de las umbrías de Galicia, para bañar sus rosadas caderas en las aguas del estanque del Pazo de Oca. 


El agua es un elemento fundamental en los jardines de los pazos gallegos.

Regresamos al punto de partida. A veces, por el camino, nos sorprenden las sonrisas de gárgolas de piedra con formas zoomórficas o bellas estatuas de dioses clásicos, que nos miran con sus pupilas ciegas. ¡Cuantas esculturas de divinidades antiguas yacen olvidadas en los jardines de los pazos, con sus torsos desnudos a medio cincelar y sus brazos amortajados por el sudario verde de las hiedras! 


Una estatua de piedra que decora los jardines palaciegos.

Es hora de volver. Ya las últimas ascuas del fuego crepuscular incendian los jardines del Pazo de Oca, ya las primeras estrellas vierten sus frías lágrimas de plata sobre las aguas nocturnas del estanque. A lo lejos, resuenan las campanadas de bronce de las iglesias compostelanas, que tocan un réquiem de bronce por la muerte del día. Sobre las cumbres lívidas del horizonte, la luna, conocedora de los secretos de la noche, también muestra su pálido rostro de doncella solitaria.


Emprendemos el regreso por las avenidas vegetales del pazo.

Los jardines del Pazo de Oca, actualmente propiedad del Ducado de Medinaceli, se pueden visitar libremente todos los días de sol a sol. Os recomendamos que les hagáis una visita, pues tienen bien merecido su sobrenombre de "Versalles" de Galicia. Después de pisar sus hierbas tendréis la sensación de regresar a la paz del Edén creado por Dios o de perderos en los desaparecidos jardines colgantes de la vieja Babilonia.



El autor en los jardines del "Versalles" de Galicia.

martes, 7 de maio de 2019

Sueño de muerte


Amanece en la ciudad.
El frío sol de una mañana de invierno, asola hasta los más recónditos callejones llenos de mugre y escoria. Los desgraciados explotados comienzan su rutina, una vez más. Es un día normal, un día más en el barrio, un día más de invierno, un día más en la ciudad.
Me despierto entre sudores. No recuerdo que he soñado y me aterra recordarlo. -Mejor así.- pienso.
Voy a la cocina a intentar despejarme. Rebusco en los bolsillos de la chaqueta de ayer a ver si sigo estando pertrechado de tabaco. Veo que no.
Bebo agua fría que recorre, como el rocío, mi garganta.
Miro por la ventana en un arrebato de energía, dispuesto a darme un matinal paseo.
Veo al hombre, a ese hombre…
Vestido con un enorme abrigo negro, despeinado y con una larga melena caduca, y con un cigarro humeando la calle. Lo he visto otras veces y sigo sin saber quién es. Dicen que es de Irlanda, otros dicen que es de un pueblo muy cerca de aquí.
La única certeza es que se pasa las tardes en un antro bebiendo cerveza, como yo en los largos fin de semana, de ahí que coincidamos.
Porta un aura muy oscura, unas vibraciones negativas, como queráis llamarlo.
Siempre mira a los ojos de la gente, por encima de sus gruesas gafas, intentando entrar en la más profunda de sus entrañas.
Con el paso apesadumbrado, abandona mi campo visual, como rastreando una línea imaginaria, recto, impasible, sigue.

El sol se pone en la ciudad.
Un tono naranja inunda ahora, las calles y avenidas.
Los pobres explotados, vuelven al hogar con el pan bajo sus regazos.
Yo, salgo.
Me aventuro a los garitos y antros de mala muerte, buscando, un sueño.
Es pues, en el bar de siempre, -¿como no…?- que lo encuentro.
Me mira fijamente, él también sabe quién soy.
La espuma de la cerveza le atosiga el bigote.
Acabo en la barra a su lado. Me sigue mirando.
Me pido una, a su salud.
Como veo que sigue tratando de infiltrarse en mis poros, le saludo.
No dice nada. Sigue bebiendo.
Es la primera vez que me fijo en las arrugas de su cara, debe ser muy mayor, pero sin embargo, por su actitud corporal, no lo parece.
Comienza, repentinamente, a hablarme.
Despacio, con acento inglés, muy despacio.
Entiendo ahora todo. Quién es, que hace aquí, que era.
Me cuenta con detalles y en la compañía de otras cervezas, su sueño de muerte.
Y anochece en la ciudad.

luns, 6 de maio de 2019

El jardín de San Carlos

En el corazón de la Ciudad Vieja coruñesa, ese laberinto de calles empedradas que pisaron antaño Pardo Bazán y Rosalía, el jardín de San Carlos custodia con devoción el sepulcro de sir John Moore. Es un lugar mágico: los mirlos cantan en las ramas de sus mirtos seculares, las hojas marchitas alfombran sus íntimos senderos y, a lo lejos, se ven las blancas galerías de la Ciudad de Cristal, incendiadas por el fuego del crepúsculo.


El busto de caballero británico sir John Moore en el jardín de San Carlos.

John Moore nació en 1761 en la ciudad escocesa de Glasgow. Muy joven, a los quince años, comenzó su carrera militar en el Ejército Británico. Luchó en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y en la Rebelión Irlandesa de 1798. Durante la Guerra contra Napoleón, Moore fue nombrado comandante de las fuerzas británicas en la Península Ibérica. En 1809, en el contexto de la Guerra de Independencia Española, se produjo la conocida como Batalla de Coruña o Batalla de Elviña. Los soldados franceses, mejor aprovisionados y superiores en número, persiguieron a los británicos, que trataban de regresar al Reino Unido por vía marítima. Sir John Moore se enfrentó a las tropas napoleónicas, ganando así tiempo para que sus compatriotas pudiesen ser evacuados. Los británicos combatieron heroicamente a las tropas del mariscal francés Soult. Sin embargo, en uno de los lances de la batalla, sir John Moore fue herido de muerte por una bala de cañón. Gracias a su sacrificio sus camaradas pudieron regresar sanos y salvos a casa. Debido a su honorable comportamiento, el mariscal Soult, después de tomar la ciudad, ordenó sepultarlo con honores militares.


Fragmento del poema de Charles Wolfe "The Burial of sir John Moore after Corunna".

Desde aquel 16 de enero de 1809, las restos del caballero británico descansan en la paz del jardín de San Carlos. Dentro de su sepulcro de mármol, el héroe sueña con las praderas y los lagos de su Alba natal, donde se caen las lágrimas húmedas de las estrellas y se refleja la sonrisa plateada de la luna. Según la leyenda, se cree que cada 16 de enero, el fantasma de la amante de Moore, Lady Hester Stanhope, conocida como la "Reina Blanca de Palmira", regresa de los desiertos y las ruinas del Oriente para pasar la noche con él. Juntos, debajo del pálido fulgor de la luna, rememoran los besos y las caricias que se daban en sus ya lejanas primaveras de las Islas Británicas.


Fragmento del poema de Rosalía "Na tomba do xeneral sir John Moore".

Os animamos a que visitéis el jardín de San Carlos. Atravesad las puertas oxidadas que guardan los secretos del jardín, recorred sus románticos senderos, respirad sus aires perfumados de leyenda, leed los poemas de Rosalía y Charles Wolfe gravados en los muros en honor del dux británico. Eso sí, cuidad de no turbar el eterno sueño de sir John Moore, el héroe cuyas cenizas reposan en la paz del jardín de San Carlos por los siglos de los siglos.


El sepulcro de sir John Moore, cuyas restos reposan en el jardín de San Carlos.